viernes, mayo 04, 2007

A Hard Day´s Night ...

Hace un rato Eri me mandó un e-mail:

-----Mensaje original-----

De: Eri
Enviado el: Viernes, 04 de Mayo de 2007 04:42 p.m.
Para: Marits
Asunto: RV: RV: Estado del pedido

jajajajja...vi este mail de G. y me acordé del pobre tratando de llegar al aeropuerto...

“Que las niñas tienen tacones, no corrais”



Y me acordé yo también…

Resulta que un día, hace algún tiempo (pero no tanto), algunas de las personas de la empresa en la que trabajo habíamos viajado al exterior para participar en una feria.
El centro de exposiciones quedaba en las afueras de la ciudad, a medio camino entre el centro y el aeropuerto.
Un día, G. (nuestro contacto en un muy importante proveedor nuestro) nos visitó en el stand. Había viajado desde Barcelona esa mañana y tenía planeado regresar en el vuelo de la noche.
Había pasado largo rato en nuestro stand, y había aprovechado a visitar a otros clientes.
Pero a las cinco de la tarde decidió que mejor era emprender el regreso a su hogar, tomando un taxi hasta el aeropuerto.

Mr. President, como siempre, se ofreció de muy buena gana a llevarlo al aeropuerto ni bien la feria terminará (una hora después).
G. luego de varias insistencias aceptó y espero con sus petates hasta la hora de cierre al público.

Mr. President es una persona hiper-hiper-hiper activa. Y que con tal de dejar a todos contentos cambia un millón de veces de planes.
Cuando estaba llegando la hora de cerrar el stand, empezamos a preguntarnos como ibamos a hacer, o mejor dicho: que ibamos a hacer.
Hacía ya unos días que veniamos teniendo un ritmo infernal, todo el día parados y sufriendo las inclemencias del clima (que nos traia a mal traer).
Especialmente Eri y yo estabamos cansadas. Queríamos salir a cenar con todos, pero más queríamos ir al hotel a cambiarnos y ponernos unas cómodas zapatillas.

En el mientras-tanto vino una persona a avisarnos que la ruta al aeropuerto estaba atestada y el tráfico era infernal. Lo que podría ocasionar que G. perdiera el vuelo.
Sin embargo, en países como la gente, hay otras formas de llegar al aeropuerto tan confiables como por automóvil. Y la mejor opción era ir en tren.
Ese tren que salía de la estación ubicada bieeeeeen en el centro de la ciudad.
“Y ahora?”

Nosotros, los chichones del piso, nos quejabamos por lo bajo porque no queríamos ir al centro sin pasar por el hotel (que quedaba a 10 minutos del centro de exposiciones). Pero ir al hotel, esperarnos y tomar camino hasta el centro de la ciudad podía tomarnos casi dos horas.
Uuuuhhh… que hacer ?

Reunidos en un stand casi desierto, con pocos visitantes caminando por los pasillos, Mr. President, G., Eri, M., Elena y yo escuchando, proponiendo y evaluando opciones.
Mr. President llevaba la batuta (obvio !)
G. medio de costado, entre cansado y preocupado por no llegar a tiempo, repetía que debía de haber tomado el taxi hacía unas horas.
Lo que teníamos que lograr era que G. llegará a la estación de tren ubicada en pleno centro de la ciudad.

“Vayamos al hotel, las dejamos a las chicas y a M. y vamos al centro. Después nos encontramos allá”
“Marits, Eri y M. van al hotel con el auto (maneja Marits) y G. Elena y yo nos vamos en metro al centro. Después nos encontramos allá”
“Vayamos al hotel, agarran unas zapatillas y se cambian en el auto. Y vamos en auto al centro”
“Elena va con G. en metro hasta la estación de tren. El resto va al hotel y se cambia. Después nos encontramos allá”

Mil opciones más. No había una que nos deje felices a todos.

Apurados por la situación, continuamos debatiendo opciones mientras nos dirigíamos al auto. Continuamos debatiendo mientras el Mr. President salía del estacionamiento rumbo a la estación de metro ubicada fuera del centro de exposiciones.
Entre caras largas, reiterados comentarios de G. respecto a que todo esto era un desastre, llegamos a la estación de metro.
Todos bajamos y nos miramos.
G. ya se había escapado camino al ingreso del metro. Yo ya estaba resignada a continuar todo el trayecto con las botas puestas. Eri estaba ofendida y cansada de las vueltas.
Mr. President hablando por celular informandose acerca del estado de la autopista camino al aeropuerto. M. pendiente de Mr. President.
“Dejemos el auto acá y vayamos todos al centro. Cenamos y volvemos a buscar el auto más tarde”
Cuando Mr. President logró decir esto, G. y yo estabamos bajando las escaleras. Elena nos seguía detrás. Eri estaba dos pasos más atrás. Mr. President venía apresurando el paso por el estacionamiento, mientras M. preguntaba insistentemente si dejabamos la laptop en el auto.

Llegamos a las máquinas expendedoras y G. sacó su boleto.
Yo saque el montón de monedas y empecé a juntar. Mientras M. y el Mr. President sacaban su boleto.
“Visteme despacio que estoy apurado”
Era lógico que se iba a trabar la máquina, no iba a tomar alguna moneda, etc.

La cosa es que Elena, que tenía su pase, ingresó sin problemas. G. la siguió apurado. Mr. President y M. pasaron sus tickets y cola de perro Eri y yo.
Bajaron las escaleras apurados con Mr. President a la cabeza.
Cuando todavía estabamos arriba se escuchó un grito “Apurense ! está el metro en la estación”
G. y M. bajaron corriendo la escalera. Elena ya estaba subida en el metro.
Eri y yo veniamos bajando lo más rápido posible por las escaleras.
Era una imagen desesperada.
G. llegó a gritar “No corrais. Que las niñas tienen tacones, no corrais”
Cuando llegamos abajo estaban todos arriba del metro y M. al costado de la puerta esperándonos.
Al acercarnos nos empujo a Eri y a mi adentro del metro y él se subió. Con el envión que teníamos y el empujón de M. nos tropezamos al entrar y nos caímos encima de un pobre hombre que, cual sardina enlatada, estaba intentando tener un poco de lugar para volver a su casa.

Al llegar a la estación donde teníamos que bajarnos, ya estabamos un poco más tranquilos. De esa misma estación partía el tren al aeropuerto.
Salimos del metro, subimos las infinitas escaleras, todos separados corriendo detrás de G. que parecía el conejo blanco del país de las maravillas mirando su reloj y exclamando “es tarde, es tarde ! no llego”. Sus ojos salían de las órbitas mientras corría por los pasillos de la estación.
Tropezando con la gente, con los pies adoloridos por las botas y las horas pasadas paradas, por fin llegamos a la estación del tren.
El tren partía en menos de media hora… lo habíamos logrado !
Esperamos a que G. sacara su boleto y aprovechamos para echarnos en unos bancos a descansar nuestros pobres piececitos.

G. se acercó a nosotros para saludarnos. Ni espero que dijeramos nada, estaba un poco molesto por la situación y las corridas. Eri y yo nos reiamos de la situación a la vez que nos quejabamos por estar con las botas, con frío y cansadas.

Cuando G. subió al tren surgió la gran pregunta “Y ahora que hacemos?”
Mr. President nos ofreció ir a cenar y aprovechando que Eri era la única que no conocía la ciudad, pasear un poco.
Elena, la única de nosotros que vivía en esa ciudad, nos comentó que conocía un buen restaurante de pastas y otro de pizzas.
Yo tenía pizza hasta las orejas. Agitaba mis brazos, esperando que me escuchen para abandonar la idea de cenar pizza.
Elena siguió “Podemos ir hasta la plaza del Duomo. Queda a 200 metros”


Traté de hacer memoria. Busqué reconfirmar en los planos del metro. El Duomo era dos estaciones más de donde estabamos. No me daban las cuentas. El Duomo no podía estar a 200 metros. Intenté explicar mi idea, pero no tenía adeptos.
Eri estaba bloqueada, ofendida. A M. le gusta caminar así que aceptó la idea de los 200 metros.
“Que no son 200 metros, demonios !” pero quien me escucha…

Salimos de la estación del metro.
Ya era de noche. En una pantalla en la fachada de un edificio marcaba 5° y lloviznaba.
No lo podía cre-er ! Nunca nadie hubiese logrado (ni logrará) que yo camine de noche, con un frio invernal y bajo la lluvia.
Le di otra vuelta a la bufanda, me cerré la campera y el Mr. President me prestó la capucha de su campera para que no me moje el pelo.
Elena cruzó la calle, M. la siguió y así empezamos a caminar los “200 metros”.

Caminamos por calles muy angostas, entre edificios de muuuuchos años. Todos en fila, yo detrás.
Cada tanto M. y Mr. President aminoraban el paso para acompañarme.
A las tres cuadritas mis dientes tiritaban, mi pantalón estaba empapado hasta las rodillas y tenía mucho frio.
Me agarraban por los hombros y me incentivaban a caminar con ritmo.

Girabamos en algunas esquinas, pero seguiamos caminando.
Los 200 metros eran eternos.
Para calmar mi frío y el dolor de pies de Eri nos encontrabamos cantando “Hace frío (brrr) y estoy lejos de (brrr) casa…”
Llegamos a la peatonal principal, yo muerta de frío y Eri enojadisima.
Caminamos y caminamos bajo la lluvia y entramos a una galería muy conocida que da al Duomo.
Por fin un poco de resguardo. Calorcito ! Me quedo acá.
Cenemos hamburguesas… pero no. Mejor pastas.

-“Cuanto falta?”
-“50 metros”

Y yo me preguntaba con cual sistema de medición estarían sacando las cuentas.

-“Vamos, vamos” arrío Mr. President.

Salimos de la galería. Apreciamos dos segundos y medio el Duomo iluminado y seguimos caminando.
Dimos vuelta dos calles más adelante.
Volvimos a doblar en la tercer galería, cerca de la heladería.
Y llegando a la casa de calzado top, Elena nos confesó que no recordaba la calle del restaurante.
Por haber estado caminando siempre atrás no me di cuenta que ella buscaba y buscaba en los recovecos de las calles.
Nos hizo esperar a Eri, a M. y a mi en una esquina.
Ella se alejó para ver si el restaurante aparecía por algún lugar.

Frío, cansancio, hambre, fastidio.

Sin suerte. No había restaurante de pastas.
“Pero sí se donde queda el de pizzas”

Noooooooo… ya probé de todos los gustos y colores. Hace días que como solo pizza.
Bueno, dale. Vamos a comer pizza.

Caminamos otro poco y llegamos.
Cenamos. Nos reimos de la situación, aunque algunos en forma nerviosa, otros en forma irónica.
Salimos y tomamos el metro en la estación del Duomo.
Mucho más cerca que volver a caminar esos 200 metros (eternos).
Tuvimos que correr otro poco, porque el último metro estaba por pasar.
Nos subimos, con la panza llena de pizza, con el calor del metro y nos sentamos todos en un asiento.
Miramos a esa gente rara, que solo se encuentra en el subte bien tarde a la noche.
Esos que vagan por las calles, pero con decisión, no vagando por vagar.
Esas personas que lucen cansadas y desaliñadas. Y que parecen absortas de sus pensamientos, en burbujas grises.

Llegamos a nuestra estación. Nos bajamos, subimos las escaleras (esas que horas antes nos vieron bajar apresurados e intentando no caer por nuestras botas). Llegamos al estacionamiento y hacía más frío.
Subimos al auto y volvimos al hotel.

Hoy no hay forma de no recordar esa noche.
A G. corriendo como loco, enojado con él mismo por haber cedido ante Mr. President.
A los largos 200 metros.
A la maldita pizza.
A las calles “para pasear” casi oscuras.

Y después dicen que los viajes de trabajo no son cansadores.

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